AIKO
28/05/2025
El alma difícil que aprendió a ser amado.
Aiko llegó a mi vida exactamente seis meses antes de irse. Medio año. Tan poco… y tanto.
No era un perro fácil. Llegó con heridas que no se veían pero se notaban en su forma de mirar, en sus reacciones, en su forma de estar siempre alerta. Había aprendido que el mundo dolía. Que la gente no siempre acaricia, que no todos los techos son refugio.
Le decíamos Aiko. Pero quienes lo conocimos de verdad, quienes lo vimos con sus rarezas y también con su ternura escondida, lo llamábamos Chucky o Pichurrón. Porque sí, a veces era un diablillo testarudo, impredecible, con carácter fuerte. Pero también era nuestro pequeño. El que sin hablar, te decía más que muchos.
Durante esos seis meses no quise cambiarlo. Solo quería que supiera que estaba a salvo. Que nadie lo iba a forzar a confiar, que podía ir a su ritmo. Y así fue. Muy despacio, con sus tiempos y sus muros, empezó a dejar entrar algo de paz. A sentarse cerca. A mirar diferente. A quedarse, sin huir.
El miércoles 21 de mayo se fue. Y me rompí. Porque aunque su paso fue breve, su huella fue profunda. Aiko —mi Chucky, mi Pichurrón— se ganó un lugar eterno. Lo amé como era. Sin condiciones. Con respeto, con ternura, con todo lo que tenía para darle.
Y eso es lo único que quise que supiera: que su vida importó. Que no fue invisible. Que fue amado, profundamente.
Descansa, mi Pulgita. Gracias por dejarte querer, aunque fuera solo un poco. Gracias por dejarme estar en tu camino. Siempre vas a estar en el mío.